En la España
actual, en la de estos días, podría decirse que la nueva Guardia Pretoriana
viste también con casco –un poco más discreto que los romanos, eso sí-, con
porra –en vez de con gladio- y con escopeta de bolas –o simplemente con
escopeta; ya comprobamos hace pocas fechas en Bilbao que ponerle apellidos a
las escopetas es un claro ejercicio de eufemismo-.
Por muy injusto
que sea el sistema –y con sistema me refiero al político-económico-social- y
por mucho que vaya en contra de las mayorías y del común de los ciudadanos y
del pueblo, el ejercicio del monopolio
de la violencia legítima por parte del Estado hace imposible cambiar el status
quo tan lesivo para el conjunto del pueblo.
El sistema se
sostiene en última instancia sobre esos señores anónimos –nunca identificados-
con el casco y el gladio cilíndrico de goma que se enfrentan a la ciudadanía
con motivo de sus protestas para eliminar la posibilidad de que ocurra lo
natural; que caiga ese sistema tan injusto para tantos.
No podré negar
que todos los sistemas históricamente se
han apoyado en la fuerza, como en el caso del propio ejemplo con el que
empezaba estas líneas, o más tarde en el Absolutismo, por mencionar dos claros
ejemplos. Sin embargo, nunca antes la
legitimidad de la clase mandataria se había sustentado sobre el apoyo popular.
En efecto, en la mal llamada democracia contemporánea se le otorga importancia
de una forma desmedida –desmedida en el sentido de que los mecanismos de
elección de mandatarios son a todas luces injustos, tanto por los sistemas y
leyes electorales, como por la mecánica de controles de los medios de
comunicación, fraude en las campañas electorales por las promesas casi nunca
cumplidas, etc…- a las decisiones que el censo electoral toma cada cuatro años
en relación con la elección de sus dirigentes.
Aquí esta el mayor logro de este sistemas; revestirse
de una supuesta legitimidad concedida por la “mayoría” –las comillas y la cursiva con toda la intención posible
del mundo- para poder mandar a la Guardia Pretoriana a enfrentarse y frenar a
los opositores en nombre de la defensa y salvaguarda de la soberanía popular.
Si se tratara de un sistema democrático, no se tendría miedo a que el los mas intervinieran en las decisiones
políticas, o por lo menos a que estos se manifestaran y mostraran su
reprobación hacia las decisiones tomadas en su propio nombre.
¿Qué hubiera pasado el pasado 25 de Octubre si los
antidisturbios no hubieran actuado de dique separador entre el pueblo y la
casta política? Quizá –yo estoy seguro- se hubiera dado una lección de
civismo por parte del pueblo; y desde luego la hubieran dado los también mal
llamados –en eso se basa el sistema, en llamar mal a las cosas- representantes.
Si no existiera ese dique, estoy seguro de que la
política y el sistema en general sería mucho más justo y la tarea que llevaran
a cabo los representantes del pueblo se asemejaría infinitamente más a lo que
desea la gente.
Pero mientras
exista esa barrera, esa Guardia Pretoriana, será imposible que se haga efectiva
esa célebre frase tan brillante que dice que “un pueblo no debe temer a su gobierno, es el gobierno quien debe temer
al pueblo”.